La tercera edad es la que más ha padecido los efectos de la COVID-19. A la alta mortalidad, hay que sumar el aislamiento y en ocasiones los retrasos en diagnósticos y tratamientos.
Aunque el mayor problema es el agravamiento de las enfermedades crónicas debido a la falta de control médico durante un año. Esto afecta a personas con diabetes, epoc, problemas cardiaco, y, sobre todo, se aprecia un mayor deterioro en las demencias. El deterioro es, pues, múltiple: físico, funcional y mental.
En España, 500 000 personas padecen algún tipo de demencia. Es de esperar que estas cifras aumenten no solo por los efectos de la pandemia, sino por la evolución demográfica de la población. Para ellas, el aislamiento ha sido muy perjudicial, y para sus cuidadores una sobrecarga que pasa también una costosa factura.
Los retrasos en los diagnósticos, debidos a la saturación de los centros de atención primaria al miedo a ir al hospital está haciendo que las personas mayores lleguen con las patologías agravadas. Entre acudir al primer síntoma a hacerlo cuando ya no se puede más, se pierde un tiempo precioso que hace que los tratamientos sean más agresivos, largos o que no sean posibles.
También los retrasos en la atención ha hecho que se acumules listas de espera en patologías de solución sencilla pero muy invalidantes como la de operación de cataratas.
También se han visto paralizadas las acciones relacionadas con el envejecimiento activo: se ha resentido la dieta, la actividad física y se ha reducido el contacto afectivo y social.
Como consecuencias psicológicas, han aumentado la ansiedad, es estrés y la depresión. Esto se relaciona con el aislamiento y el miedo a contraer la enfermedad.
La consecuencia final es que en España se ha acortado en un año la esperanza de vida.