Conocer cómo evoluciona la enfermedad, qué se puede hacer para tratar de frenarla y tener algunas decisiones maduradas ayudan a rebajar el nivel de angustia. Es importante saber que en un momento dado se necesitará ayuda y que en otro es posible que la mejor opción sea llevar al familiar afectado a una residencia geriátrica que pueda atenderle de manera profesional.
Como resumen, se establecen tres fases que requieren de terapias distintas y distintos recursos. En todas ellas la ayuda de asociaciones y especialistas es fundamental.
La primera es la fase ligera. Se manifiestan los primeros síntomas (olvidos, cambios de humor, tendencia a aislarse o dificultades para seguir una conversación) y se confunden con despistes normales o estrés. La persona afectada puede seguir con su vida, es autónoma y puede trabajar o conducir. Si las señales son recurrentes o se dan varias a la vez es cuando hay que sospechar y solicitar pruebas para un diagnóstico.
En la fase moderada los cambios son evidentes. En cuanto a la memoria, la persona olvida acontecimientos recientes mientras que los recuerdos ganan presencia. Puede haber agresividad, alteraciones de sueño, desorientación. Se deteriora la comprensión y aparecen dificultades de expresión. En esta etapa la persona afectada necesita ayuda para acciones cotidianas como asearse, vestirse, hacer gestiones, hacer labores del hogar, etc.
En la fase severa, aunque se mantenga la memoria emocional, la reciente y pasada se pierde. El nivel de dependencia para cualquier acción es absoluto.
Aunque resulte duro, es importante tener conocimiento para estar preparado tanto emocionalmente, como para organizar ayudas. Con esto se logrará una mejor calidad de vida tanto de la persona enferma como de quienes le rodean.