Compañeros, un relato de Susana Sierra
- Publicado por Josep de Martí
- Posted on noviembre 11, 2016
- Envejecimiento
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La escritora Susana Sierra nos regala un hermoso relato sobre la vida en una residencia geriátrica: Desde Inforesidencias, muchas gracias
A mi tita, que mientras se peina, aún sigue sonriendo, a través del espejo, al niño enclenque que la miraba.
Cuando despertó y vio el espacio que ocupaba el cuerpo que ya no está, ese pequeño rincón al que tantas veces y con tanto cariño había acudido en su auxilio durante las últimas noches, cada vez que le oía el más leve suspiro, tal vez un gemido ahogado; cuando despertó y vio ese vacío, no pudo más que ahogar sus lágrimas en el silencio de la madrugada, en la tranquilidad de la habitación que habían compartido esas mismas noches que estuvo convaleciente. Ella salía a pasear, como casi todas las mañanas, temprano, bastante más temprano que el resto de sus compañeros de residencia. Le gustaba oír el piar de los pájaros mientras «olía», como ella misma decía a sus compañeros y cuidadoras, los rayos de sol. Esa sensación de ver amanecer, de ver cómo los primeros vestigios de luz la hacían descubrir un nuevo día, confirmándole que aún seguía aquí, viva, no la podía describir de otra forma más que con el sentido del olfato, el más primitivo con el que nacemos y el primero en desarrollar.
El olfato es algo tan subjetivo y tan sugestivo que es una sensación. Le causaba un efecto de plenitud que convertía algo tan anodino como un simple madrugar en una victoria, cuando la vida ya le había hecho superar un larguísimo recorrido no siempre amable. Llevaba ya muchos años en la residencia, era «socia fundadora», reía con la directora cada vez que se le ocurría ese cargo honorífico, y sus muchos años de residente y sus más décadas de vida la hacían un pilar indiscutible en el lugar y se había ganado el respeto de todo el mundo. Como casi todas las mañanas, al sentir (al oler) los primeros rayos anaranjados del nuevo día (siempre dormía con la persiana medio abierta y un resquicio de ventana sin cerrar), se levantaba sin el más mínimo atisbo de pereza, se lavaba la cara con agua y su inseparable jabón de rosa mosqueta que la acompañabadesde tiempos inmemoriales; «para qué quiero yo más maquillaje», se jactaba siempre ante todo el mundo, «mira, mira cómo tengo el pellejo, tirante y liso como un recién nacido», reía satisfecha y hacía reír a los testigos de su siempre agradecido buen humor.
Tras el breve acicalamiento, se alisaba la larga melena blanca, lisa, no muy abundante, con una peina tan fina que apenas podía pasar un cabello entre púa y púa; se hacía una delgada coleta (no daba para más grosor) y entre sus largos dedos la iba enrollando de abajo a arriba en una especie de rosca, para terminar en un moño perfecto, a la altura de la nuca, donde acababa prisionera la melena entera, sin dejar escapar un solo cabello, bien sujeto con horquillas negras, que se hundían en el rodete hasta hacerse invisibles. Después se vestía su traje del día, se colocaba sus zapatillas acolchadas y se iba al comedor. Un frugal desayuno, consistente en un nunca perdonado café con leche en vaso pequeño y una rebanadita de pan sin tostar con un hilito de aceite de oliva, la espera, preparado por cualquiera de las dos cocineras de la residencia, que saben ya de sus paseos matutinos y que la acompañan mientras hace acopio de lo que encuentra en la mesa. No sin agradecer, como hacía siempre, la buena disposición de la guisandera, como le gustaba llamarla, y lo rico del desayuno, se despide y sale a la puerta principal, que da a un jardín inmenso. Cogía el camino que lleva a la pequeña charca, la rodeaba y seguía contemplando las flores, los árboles y lo verde que se había puesto todo en esa época del año que tanto le gusta, esa primavera ya avanzada, donde el fresco de la mañana se pierde en la templanza según van pasando las horas del día, para volver a la rebequita que se hace necesaria por la tarde; esa primavera que representa el renacer, donde el gris del invierno pasa al color, «y esto, a ciertas edades, se agradece», recalcaba. Disfrutando de este paseo, hace unos días, no sabría decir cuántos, cinco o siete, quizás, mientras iba por el camino que lleva a la entrada del complejo, oyó unos ruidos en la gran verja, como si alguien o algo la estuviera arañando, con angustia, con miedo tal vez.
Se asomó por un lateral, entre las rejas, casi sin caberle la cabeza, y pudo ver algo que se movía ansioso, una cola fina. «¿Quién eres? ¿Qué quieres?», pregunta. El rasgueo cesa y la cola va desapareciendo para dar lugar a un hocico largo, fino, que sigue a un rostro dulce pero angustiado, lastimero, de un precioso galgo que se dirige a la voz que pregunta. Algo le pasa, tiene sangre en la cabeza y anda con dificultad, pero eso no le impide ponerse sobre las dos patas traseras para pedir auxilio a quien ya reconoce como su salvadora. Ella apenas puede sacar la mano, pero consigue acariciar esa cabeza que, agradecida, se enrosca entre los huesudos dedos. Por el telefonillo llama al conserje para que abran inmediatamente; este acude al momento, asustado, junto a un celador, para ver qué ocurre. Ella explica lo sucedido, necesita que cojan al animal y lo lleven a una clínica ya mismo. Los dos se miran, sin saber qué hacer ni qué decir. Ella les recrimina su quietud e insiste en que abran la puerta y, cuando lo ven, todas las dudas desaparecen. «Qué mal nacido te ha podido hacer esto, precioso» se lamenta con rabia la anciana. Habla con la directora, que acaba de llegar y va con el celador al veterinario. Le hacen una cura, pero no le dan muchas esperanzas. La paliza ha sido brutal. Ella lo abraza y el galgo le lame la mano, agradecido. No pueden hacer gran cosa, salvo intentar que sus últimos días sean lo más tranquilos posible.
Ella quiere hacerse cargo. Abona los costes y solicita permiso en dirección para poderse quedar con él. No molestará. No hará ruido. Se mudará de habitación, si fuera necesario. Adecúan un cuartito para el perro y durante unos días permanece allí. Es el rey de la casa. Todos están encantados con él, quien, desde su cesta, adormilado, saluda con la cola a todos sus abuelos. Todas las noches, como puede, casi a rastras, se escapa en secreto a la habitación de ella, que le abre, cómplice, y lo deja dormir a los pies de su cama. Ese rincón que ahora permanece vacío, añorando su cuerpo ausente, que tanto cariño recibió, tanto amor dio y tan feliz se hicieron, el uno a la otra, en las etapas finales de sus vidas.
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