La historia de mi vida y un libro para contarla

José tenía tres hijos trotamundos y cuatro nietos extranjeros, como él siempre decía. Las circunstancias habían desperdigado a la familia, bueno, así son las cosas, decía a quien le ponía cara de pena y le tocaba el hombro. No soportaba esas caras como de lástima, ni que le pusieran la mano encima con solidaridad real o fingida. La vida es así y no es por eso mejor o peor.

Cuando se quedó solo al marcharse su hija pequeña a Suecia, se fue a vivir a una tranquila residencia. Allí encontró compañía, conversaciones y, sobre todo, unos talleres de nuevas tecnologías que le descubrieron un mundo infinito de posibilidades de saber, conocer y, sobre todo, la posibilidad de hablar con sus hijos y nietos más que cuando vivían en su casa y eran unos jóvenes inquietos que no paraban. Todas las semanas se conectaba a Skype al menos una vez con cada hijo. Se reía de quienes le decían que no tenía visitas, «pero si les veo y hablo con mis hijos más que tú con los tuyos, que vienen una tarde al mes a hacerte la visita del médico y si acaso te sacan a merendar, como si fueras un niño chico». Y se quedaba tan ancho.

Su hijo mayor vivía en Estados Unidos, sus dos chavales eran unos auténticos adolescentes estadounidenses con los que tenía conversaciones absurdas que le divertían muchísimo. La mediana, con su niña y su niño, vivía en Alemania. Los niños eran pequeños y le encantaba verlos jugar en el fondo de la habitación en la que su madre tenía en ordenador. La pequeña, la que él decía con humor «se hace la sueca», era la que más videollamadas hacía, no solo la que tenían pactada a la semana, pues como sus hermanos, hablan fijado un día y una hora por los cambios horarios, sino que de vez en cuando, a horas intempestivas, se conectaba y echaban una parrafada llena de risas.

Con tanta llamada, José acabó comprándose un ordenador portátil, asesorado por el profesor del taller de la residencia, y eso le dio una inusitada y satisfactoria sensación de independencia.

Parecía que el profesor había leído la mente a Juan. Juan enviudó muy pronto y casi había criado él solo a los chicos. La vida de trabajo y desvelos no había dejado mucho tiempo para compartir ratos distendidos, ni vacaciones, ni nada.

Los hijos crecieron deprisa, los estudios, los trabajos, las novias y novios. Tantas cosas sin decir por falta de tiempo y calma. Pensaba que sus hijos merecían saber quién fue su padre, que no solo era el hombre cansado que llegaba tarde y que los fines de semana hacía horas extras, decirles lo increíble que era su madre y, sobre todo, lo mucho que les quería.

Empezó a escribir. Su infancia en un pueblo pequeño y miserable en la Extremadura de la posguerra, el desarraigo de la emigración a la ciudad, el trabajo de sus padres, las experiencias de adolescente, la escuela atestada de niños, la libertad de jugar en la calle, su primer trabajo en una tienda, lo tonto que era el sargento en esa mili interminable, su aventura cuando se embarcó dos años en un barco mercante, el deslumbramiento que sintió la primera vez que vio a su esposa. Años felices, llenos de trabajos. Contó cómo se sintió con cada nacimiento de sus hijos. Sus travesuras y gracias. El desconsuelo de la muerte de ella, la única. Y los años en los que se mezclaban trabajos, el orgullo por tener unos hijos tan guapos y buenos y el cansancio.

autobiografia de una vida entera

Trabajó en el libro de su vida durante meses. El profesor le ayudaba y juntos iban dando forma a capítulos. Cuando consideró que todo lo que quería decir, ya estaba dicho, tecleó la palabra fin. Se guardó sus cosas, las que solo pertenecen a cada uno.

Con su vida metida en una memoria flash cogió en autobús una tarde y se bajó en el centro de la ciudad. Muchas tardes hacía ese recorrido, conservaba amigos con los que tomar café, pasear y charlar, uno de ellos, había sido compañero suyo en la imprenta en la que hacía horas extras algunas tardes. Estaba en las puertas de la jubilación, pero como todavía trabajaba, le echaría una mano.

A la semana recogió de la imprenta un paquete con tres pequeños volúmenes encuadernados de manera modesta. El la cubierta el título Mi vida, en la dedicatoria, una declaración de amor a sus hijos que nunca se atrevió a decir de palabra. En la oficina de correos preparó tres sobres acolchados, en cada uno metió un libro, una carta especial y copias de fotos de momentos felices. Escribió tres direcciones a tres países extranjeros y suspiró.

Anochecía cuando se bajó del autobús enfrente de la residencia. Una celadora en la puerta le apremiaba, se pasaba la hora de la cena. Él se dio algo de prisa, no mucha, la suficiente para disimular que en realidad la cena le importaba muy poco ese día. Se sentía bien y en paz. Y un cosquilleo le acariciaba cuando pensaba en las próximas citas con sus hijos en el portátil.

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