Relato corto sobre personas mayores: Reinaldo y la pena

Leandro Pavón nos regala un nuevo relato cargado de reflexión y ternura.  ¡Gracias!

Reinaldo y la pena

Leandro Pavón, centro Epañol de Buenos Aires

Leandro Pavón, centro Epañol de Buenos Aires

Existen ocasiones donde los caminos de nuestra profesión se ensanchan, los límites se difuminan y podemos acabar haciendo algo muy distinto de lo que teníamos planeado, a algunos puede desagradarle ese vértigo, esa incertidumbre, pero a mí me parece positiva tanto como beneficiosa. Ya que las grandes transformaciones de la vida a menudo están en las pequeñas cosas. Uno puede pensar al respecto en la comodidad de la teoría, elaborar ensayos y burlarse de los lugares comunes, pero la realidad siempre nos desborda, afortunadamente.

Un día hacía muchísimo frio, ese frio polar de pleno invierno que nos recuerda a cuando de niños íbamos al colegio aun antes de que el sol saliera, y en efecto ese día tampoco salió el sol, estaba el cielo cubierto, de ese gris perla que sin embargo no presagiaba tormenta…no de agua al menos.

Al visitar a un residente llamado Reinaldo Valens lo noté apocalíptico. Si mencionaba algo positivo de otra persona él lo contrastaba y desestimaba por comparación, y había más un tono de despedida que otra cosa en voz. Ni siquiera un atisbo de intención de discutir o reclamar algo. Yo sabía que Reinaldo no estaba bien de salud y con ese frio atroz la situación empeoraba. Pero había desconcertado a más de uno de los profesionales a su servicio.

Se le hizo ver por varios médicos y su situación estaba controlada, pero el comportamiento singular proseguía, también se intentó con ayuda psicológica pero no la recibió bien, hasta que me confesó que lo que necesitaba era un párroco como el de su pueblo allá en España cuando era joven. Uno con quien confesarse y contarle cosas que no se atrevía a contarle a nadie más.

Así fue como terminé siendo confesor sin sotana, y nos sentamos cerca de la estufa a hablar largo y tendido. Mi oficina permaneció cerrada todo el día y más de uno habrá pensado que no concurrí a trabajar ese día… ¡como si solo se tuviera que estar confinado entre esas cuatro paredes para poder hacerlo!

Reinaldo estaba acongojado y visiblemente distinto. Me contó su infancia en un típico pueblito español de campo, criando ganado y como fue arrancado de esa bucólica e idílica existencia por la guerra, como participó en la guerra civil española que tanto marcó a la península. Estuvo en el bando republicano, pero asimismo nunca se alejó de su familia. Ya sea por carta, visitas esporádicas o evocándolos mentalmente. Su vida había cambiado radicalmente y pasó de manejar un rastrillo a aprender a usar un rifle, y de rasguñarse en la maleza a perder un dedo en la batalla de Toledo.

Me pidió que escuchara y que tratara de entender, me di cuenta de cuanto debía estar costándole contarme aquellas cosas que tal vez hasta ni sus hijos supieran, pensé en cuantas historias similares, distintas en hechos concretos pero parecidas en cuanto al silencio, al peso de llevarlas con uno a través de los años, habría detrás de cada puerta.

Me contó que tenía una pena, y que no podía dormir por las noches ni comer durante el día, ya no podía vivir ante el temor de que esa pena se fuera con él, sea cual sea el tiempo que le quedase.

Durante la guerra no estuvo apostado en un único lugar si no que su itinerario lo llevó a de un lado a otro, de una ciudad a otra, conociendo distinta gente y sin poder establecer lazos profundos donde arraigarse, ni siquiera con sus compañeros ya que en el mejor de los casos eran transferidos a otro destacamento, y en el peor no los veía nunca más…

Reinaldo saltaba de un recuerdo a otro, haciendo caso omiso de la cronología, sin embargo estaba bien lúcido, y descubrí que respetaba otro orden de hechos distintos, que nacía de adentro de sus entrañas, y ese otro orden era indiscutible e inapelable. Volviendo a su juventud, en la España de los años ’30, me contó cómo se alistó en el bando republicano porque creía en la igualdad de las personas, lamentándose sobre como los españoles no pudieron seguir el modelo de libertad republicano de los americanos. Una libertad idílica pero concreta a la vez.

Cada residente es una lección de historia en vivo y en directo, desde los más diversos ángulos, desde los más influyentes y notorios hasta los ciudadanos humildes y anónimos, ya que la historia es conformada por cada uno de ellos y variará dependiendo de qué lado del relato se escuche.

En su brigada formó parte de grupos internacionales con lo cual siguió órdenes, entre otros, de oficiales rusos mandados directamente por Stalin. Tras los fallidos intentos de Stalin por acercarse a Gran Bretaña, Francia o Estados Unidos, para combatir el aislamiento, y el distanciamiento del tándem Germano-Ítalo-Japonés, la República Española no había reconocido al gobierno soviético ni tenía relaciones diplomáticas con Moscú.

Ante la superioridad del ejército de Franco, el gobierno de Francisco Largo Caballero, presidente del primer gobierno Republicano y Socialista en la historia de España, decide pedir ayuda a Moscú. España contaba con la tercera reserva de oro más grande del mundo, que fue presentada como depósito para la compra de armas soviéticas en 1936, que llegarían junto con personal militar.

Me contó como ganó sus laureles en batallas, peleando en lugares tan distantes como Guadalquivir o la retirada en Barcelona, y en medio de todo ese torbellino desenfrenado supo del fallecimiento de su familia, aprendiendo del más duro modo como en la guerra no hay tiempo para reflexionar ni reponerse, ya que se debe seguir continuamente hasta el final. “La guerra no termina hasta que termina”, me repetía una y otra vez.

Estuvo cerca de Dolores Ibárruri, más conocida como “La pasionaria”, activista famosa en los años de la guerra civil, que entonó el famoso “no pasarán”, heredado del Coronel Philippe Petain, durante el largo asedio a Madrid. A pesar de haber dejado los estudios a los quince años por los escasos recursos de su familia de mineros, se instruyó a sí misma en la doctrina marxista, en Madrid escribió en el periódico Mundo Obrero, donde escogió el pseudónimo de “La pasionaria”, ya que su primer artículo en la prensa fue publicado en Semana Santa. Tras la guerra civil se exilió en la URSS y al morir Franco volvió en 1977 donde fue elegida a los 82 años como diputada en las Cortes Constituyentes.

En la retirada tuvo la oportunidad de buscar junto a sus compañeros a un grupo del bando franquista y tuvieron que ajusticiar a los prisioneros que venían de ser parte de las tomas de Toledo, formaban parte del contingente del General Varela (conocido por haber arrasado el sur de España al llegar del norte de África). Sentía odio y ganas de vengarse con estos oficiales, sobre todo por los relatos que había escuchado de sus atrocidades antes de verlos frente a frente.

Él fue quien dio la orden de ajusticiarlos, pero cuando los tuvo en persona el asunto tomó otro cariz. Algunos de ellos eran muy jóvenes, tan jóvenes como él. Me conto que su padre le habló de pequeño de las guerras y como todos perdían, nadie ganaba, especialmente los de abajo, que son iguales en todos los bandos, una gran nación de gente humilde a la cual el brillo de los estandartes y las medallas no alcanzaban, él tenía ideales y por eso estaba allí pero ahora lo estaba viviendo en carne propia, todos eran iguales en esa absurda posición.

Antes de matarlos conversó con ellos aun rompiendo el protocolo, y se vio reflejado, algunos eran del campo como él, pero tuvo que hacerlo igual. Al matarlos se dio cuenta que se había convertido en aquello que combatía, la intolerancia, la falta de dialogo, la incomprensión y el autoritarismo. Asimismo sintió que él también murió un poco, las pesadillas nunca lo abandonaron ni tampoco los olores, a barro y menta de las plantas rastreras que habían pisado con las botas ese día. Los gritos, los gemidos que no se comparan con los de ningún otro, nunca pudo olvidarse de esos cuatro muertos, bien pudo haber estado él del otro lado del gatillo, lo pensó una y mil veces…pero no fue así, y se había convertido en lo que decía repudiar.

En un momento se imponen las pasiones por sobre el entendimiento, la situación nos desborda y comienza a primar otra lógica más primitiva, la situación había llegado al punto en que no podía más, había escuchado de muchos compañeros que lo habían hecho, y se decidió a desertar él también. Lo que lo terminó de convencer de llevarlo a cabo, a pesar de los riesgos que implicaba, era la posibilidad de que se tuviera que repetir aquello…no podría soportarlo más.

Tuvo que exiliarse en Francia donde padeció mucho. Otra tierra, otro idioma y un derrotero tan extraño que lo llevó a confiar en extraños que lo hospedaban en hogares de gente que no conocía. En uno de esos refugios conoció a otro español con el que trabó amistad, o el tipo de relación que puede entablarse en aciagos momentos como esos. Se llamaba Antonio y con él aprendió algo de la lengua de Jean-Paul Sartre.

De a poco conoció otras personas, la mayoría refugiados como él, y entre ellos hubo una chica belga llamada Isabel, con la cual enseguida entabló relación, pero no cimentada en el fluido francés de Reinaldo, sino debido a que ella también hablaba español, y tenía un fanatismo por todo lo ibérico ya que tenía en su país a la reina Fabiola de Mora y Aragón, la aristócrata española convertida en reina al casarse con Balduino de Bélgica en 1960, si bien después del fallecimiento de este en 1993 abdicó en favor del hermano menor de su esposo, la admiraba porque en su juventud fue enfermera abnegada y escribió un libro de cuentos de hadas para niños que fue un éxito en Holanda.

Las cosas parecían acomodarse pero él ya no era el mismo, esas manos y esos ojos no estaban hechos para hacer lo que hicieron y vieron, en caso de que los de alguno lo estén…había matado muchas veces pero jamás viéndolos a las caras y precisamente eso fue lo que le produjo esa pena crónica que no lo abandonaría nunca.

Esos pensamientos ocupaban su cabeza, además de mudarse constantemente, en ése frenesí perdió a Isabel y a Antonio, a ninguno de los cuales se animó a contarles su dolor, y por si esto fuera poco cayó en un campo de concentración de los que también existieron en Francia. Allí sobrevivió gracias a su habilidad para el cultivo hasta que los entregaron al gobierno vencedor.

Por eso obtendría un salvoconducto que lo traería a nuestro continente, desembarcaría en México, donde se instalaría en Coyoacán, en el Distrito Federal y conseguiría trabajo en los estudios cinematográficos Churubusco, que datan desde 1945 y siguen funcionando hasta la actualidad, allí siguió conociendo gente, reconociéndose en la enormemente rica y presente influencia española, así como la época de oro de la cinematografía azteca, que junto con la argentina y española fueron el epicentro del cine hispanoamericano por más de cuatro décadas.

Pero aunque todo parecía ser propicio no se hallaba, había heridas que no sanaban y de allí probó suerte en Venezuela, que en ese entonces estaba en pleno proceso de industrialización, tras disminuir las compras de petróleo por parte de Estados Unidos en 1959, terminando un tratado que databa de 1939. Todo estaba por hacerse y aprendió un nuevo oficio, y a cocinar las tradicionales arepas, pero luego de unos meses volvía el malestar, podía tardar años, pero regresaba…sin importar cuantos compromisos contrajera.

Había perdido sus raíces mucho tiempo atrás, extraviándose en un peregrinar sin sentido que no servía para expiar culpas por haber corrompido principios básicos que terminaron corroyéndolo a él, porque ningún acto es gratuito o en vano, cada uno de ellos tienen un efecto en nuestro ser aunque lo ignoremos o neguemos. Pero había más…yo sentía que me lo contaba para que lo perdone yo.

Descubrir tamaña responsabilidad me abrumó, un psicólogo trata de que uno mismo descubra sus cosas, un párroco escucha acompañando, y en todo caso aconseja desde otro lugar… ¡pero yo no era ninguno de los dos!, me contó como finalmente llegó a la Argentina, sintiendo cada país donde no pudo afincarse como un nuevo fracaso, fruto sin duda de lo ocurrido en la guerra, que nos deshumaniza.

En nuestro país encontró trabajo en la industria del campo, fusionando tal vez sus dos pasiones, conoció a su esposa y teniendo hijos, hecho raíces entrando en una meseta de tranquilidad, que se desvaneció cuando al crecer los chicos regresó el tiempo y con él los fantasmas que lo habían acompañado por toda Sudamérica.

Después del relato no sabía que decirle, no podía opinar acerca de su caso para así consolar su ansiedad. Recordé entonces sus palabras así como las recuerdo ahora: “En la guerra ninguno es el que es”.

Yo no estaba ni para castigarlo o perdonarlo, mucho menos para juzgarlo puesto que no soy juez, pero pensé en su caso días enteros, uno no sale indemne de relatos así y los vive como en carne propia, le dije que una cosa es el perdón y otra muy distinta el castigo. Era él quien debía perdonarse, el perdón libera y nos iguala así como abre la puerta para otra oportunidad.

En la guerra, así como en otras situaciones críticas y excepcionales, uno tiene acceso a otros costados de su personalidad, a menudo latentes, pero uno es también quien es en esas circunstancias. Y él sintió pena y remordimiento, tanto entonces como ahora, ¡Y eso lo hacía humano!, así como víctima de situaciones extraordinarias que nos superan, pretender que se revelara a sus superiores poniéndose una capa de súper héroe sería adoptar una postura adolescente. Era tiempo de terminar con esa pena producto de una culpa que no debía existir, su voluntad había sido más fuerte como para poder construir una nueva historia en nuestro país, ahora ya sin el peso de guardarla para sí mismo.

La historia de Reinaldo nos hace reflexionar en como pensamos en los mayores como seres sin proyectos y en la mayor parte de los casos no es así, por minúsculo que sea es algo que nos mantiene en movimiento, en la búsqueda. En ésta ocasión había uno, tal vez introspectivo, para saldar cuentas con uno mismo y descansar en paz.

Esto está muy bien ejemplificado en una película del director alemán Rainer Werner Fassbinder de 1973, que en cualquiera de sus dos títulos habla por sí misma: “La angustia corroe el alma” o “Todos nos llamamos Alí”, donde nos narra con austera simpleza la vida de una humilde mucama ya con hijos grandes que entabla una relación con un inmigrante turco, ante el rechazo de todo su entorno social y de sus propios hijos, pero el verdadero suplicio lo lleva Alí, lejos de su tierra y enfrentando resistencias por doquier, que terminarán provocándole una úlcera mortal.

El madurar las cosas que nos ocurren es un proceso que puede llevar años y toda una vida, porque además nunca termina ya que no somos los mismos. Tenemos que otorgarnos el perdón a nosotros mismos porque hicimos lo mejor que pudimos en cada momento presentado, este proceso no tiene que ver con la edad, esta maduración está dotada de otro tiempo y raíz. Debía tener lugar esta mirada retrospectiva para ver las cosas desde otro ángulo. Hasta que no enfrentara lo que lo atormentaba no podía sentirse pleno y no contárselo a nadie era otra forma de ocultárselo así mismo.

La madurez, el crecer y superarnos, se aprende todos los días porque también se olvida todos los días. Es una tarea que no acaba jamás. Los años nos aportan experiencia para aprender a reconocer este proceso, que si se quiere se podría definir como circular, de la vida, donde unas veces estamos por encima de los hechos, con perspectiva, y otras por debajo, sumergidos en los avatares del devenir de los hechos, como aquellas ruedas de “la vuelta al mundo”, de los parques de diversiones donde íbamos con nuestras familias y amigos…siempre somos seres sociales, lo hacemos de pequeños porque así nos lo inculcan, y de adulto podemos olvidarlo.

Por ello necesitamos de los otros, al contar Reinaldo su historia logró la comunión, la empatía que necesitaba para que se le brindase la paz.

 

Residencias de tercera edad, relato corto,

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