El otro campamento de verano: casa de los abuelos

Durante los meses estivales, cuando los colegios cierran y la rutina familiar se altera, muchas madres y padres encuentran un recurso vital en los mayores de la familia. Sin anuncios ni grandes gestos, los abuelos se convierten en la base silenciosa sobre la que se sostiene el verano de muchas casas: recogen, acompañan, entretienen y cuidan.

No es una novedad que buena parte de ellos asuma estas funciones de forma regular. Algunos lo hacen casi a diario, otros solo cuando se les necesita, pero todos lo hacen por amor. Lo que a menudo se pasa por alto es el impacto que este rol tiene en su día a día.

Asumir el cuidado de niños pequeños requiere mucho más que voluntad. Supone energía física, disponibilidad mental y una dedicación emocional constante. Y aunque muchas veces ese tiempo compartido es fuente de ternura y orgullo, también puede ser agotador. La espontaneidad con la que se acepta este papel puede esconder un malestar silencioso, una sensación de deber que no siempre se expresa en voz alta.

La contradicción es evidente: quieren ayudar, pero también necesitan tiempo para ellos. Les ilusiona participar en la vida de sus nietos, pero no a costa de perder sus espacios, sus planes o su bienestar. Cuando ese equilibrio se rompe, puede aparecer la fatiga, el aislamiento o incluso una pérdida de motivación que afecta a su estado de ánimo.

En lo físico, tampoco es un desafío menor. Levantar, correr, vigilar, atender. A cierta edad, estas tareas no siempre se pueden realizar sin consecuencias: dolores musculares, cansancio acumulado o empeoramiento de dolencias preexistentes no son raros cuando la demanda es alta y sostenida.

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Sin embargo, nadie duda del valor que puede tener esa relación cuando se cultiva con cuidado. La transmisión de saberes, la complicidad que se teje en las pequeñas cosas cotidianas, el afecto desbordante que solo un abuelo o abuela sabe ofrecer. Todo eso existe y merece ser celebrado. Pero solo es posible cuando hay límites claros, acuerdos justos y un reconocimiento sincero del esfuerzo que implica estar ahí.

Por eso, más que dar instrucciones o recetas, lo esencial es conversar. Hablar abiertamente en la familia sobre lo que se espera, lo que se necesita y lo que realmente se puede ofrecer. Buscar apoyos alternativos si es necesario y repartir las responsabilidades.

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