El Magosto. Un relato sobre la vida en residencias
- Publicado por Josep de Martí
- Posted on enero 17, 2017
- residencias
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117Continuamos recibiendo en Inforesidencias.com relatos e historias cortas sobre la vida en residencias de mayores. En este caso, nos ha llegado uno de Cándida Cueto (nombre ficticio) sobre la vida otoñal en residencias de mayores. Se titula: El Magosto.
El Magosto
Los días grises de noviembre, cuando ya la lluvia era una constante irremediable y el frío se había instalado, parecía que una melancolía especial se extendía por los pasillos de la residencia para mayores, que ocupaba la última edificación de una calle que daba directamente a un extenso campo de labor que, en otoño, fundía los colores marrones con la niebla que apenas se levantaba un rato a mediodía, cuando un sol tímido luchaba por aparecer, sin mucho éxito, entre girones persistentes de nubes.
El personal del centro siempre se volvía aprensivo cuando el acortamiento de los días hacía encender la luces antes, pues sabían que los residentes soltaban las dinámicas del verano, ya no se podía disfrutar de la «fresca», ni del huerto, ni de las meriendas en el jardín.
Cierto era que se reactivaban actividades que consideraban estimulantes: fisioterapia, talleres, gimnasia, yoga… nada que sustituyera a las visitas veraniegas de los nietos que vivían en la ciudad o las salidas a las fiestas de los pueblos de los alrededores.
Era innegable, las ausencias se notaban con más intensidad, el paso del tiempo pesaba un poco y, si algún residente fallecía, la tristeza pasaba de habitación en habitación como una fría culebra que estremecía.
Ese jueves de mediados de mes amaneció fría en su cama Teresa. Había tenido una larga y hermosa vida. Las circunstancias la llevaron a vivir en la pequeña residencia de lo que antes se llamaba ciudad de provincias, donde su manera optimista y alegre de enfrentar achaques y penas se gano el respeto y afecto de todos. Sin familia cercana que la pudiera visitar, cuando llegó, hacía ya quince años, sus compañeros y los trabajadores se convirtieron en sus parientes. Juntos disfrutaron y rieron. Su pérdida era devastadora.
Por la tarde, la directora convocó a todos, personal y residentes en la sala común donde se reunían para jugar a las cartas, ver la televisión, charlar o lo que se terciara. Nadie faltó al homenaje de Teresa. Las caras de tristeza y las lágrimas reflejaban lo mucho que la querían.
—Queridos amigos —empezó a decir la directora—, sabéis que nos ha dejado nuestra Teresa. Hace unos cinco años, Teresa y yo tuvimos una larga charla sobre la vida y la muerte. Me regaló una lección de vida que nunca olvidaré, que ha guiado mi trabajo y que me ha ayudado personalmente a afrontar las dificultades que, como ha todos, se me han ido presentado. —Miró a su público, que apretaba pañuelos, se restregaba las lágrimas o directamente, sollozaba—. Hace una semana no se encontraba bien, presentía el final y volvimos a tener una conversación profunda y maravillosa. También me dio un sobre y me dijo que era un regalo que quería hacer a su familia cuando ella no estuviera, y que su familia somos nosotros. Esta es la carta que escribió para todos.
La directora comenzó a leer llena de emoción:
«Queridos amigos:
He tenido una vida rica y feliz. Jugué cuando era niña, bailé cuando fui joven, trabajé y me gané la vida, perdí un amor, encontré otro, luego se fue… En fin, nada extraordinario con respecto a otras personas, aunque para mí sí lo es, pues es lo que me sucedió.
He tenido la suerte de en mis últimos años encontrar una familia en esta casa donde vivimos todos. He conocido a personas extraordinarias con las que he compartido experiencias y de las que he aprendido mucho.
¡Como nos hemos reído! Las visitas al museo, el teatro, las labores, las clases de gimnasia que se me daban fatal, las veces que me echaban de la cocina para que no zascandileara, la alegría de los tomates de principios de septiembre y las cestas que acarreábamos de dos en dos.
Nadie quedará aquí, todos nos iremos. Aunque eso cause la inevitable tristeza, no quiero que el día de mi marcha sea de luto. Sé que me voy a ir pronto y quiero que mis amigos, mi familia, celebren la suerte de los años compartidos, la suerte de vivir, la suerte de la alegría que da hacer cosas.
Por eso quiero que esta carta sea leída y que se cumpla mi voluntad.
He dejado a la directora, Laura, querida amiga, una pequeña cantidad de dinero e instrucciones.
Nací en una pequeña aldea del norte de la provincia de León. Allí, como en otros mucho sitos, noviembre se celebra con una magosto, en otras partes se llama castañada.
Quiero que se celebre un magosto a mi salud, donde solo se cuenten momentos felices, donde se me recuerde riendo y que acabe con la alegría que merece la vida.
Laura tiene las instrucciones.
Os quiere, Teresa».
La directora acabó la lectura e hizo una seña para que todos la siguieran. En un pequeño porche que había detrás de la cocina, descubrieron una hoguera, en ella había un cilindro agujereado donde se asaban un montón de castañas que extendían un olor embriagante y evocador. Para quien pudiera tomar, también había vino nuevo y chorizos cocidos. La sillas rodeaban la hoguera.
Los residentes se fueron situando, haciendo un hueco a quien iba en silla de ruedas, recolocando a quienes necesitaban ayuda… Se repartieron mantas que cubrían los hombros.
Enseguida el olor de las castañas y el pequeño trago de vino empezaron a hacer efecto. Las lenguas se soltaron y tímidas risas aparecieron al recordar anécdotas: una compañera contó una vez que se perdieron, un enfermero cuando Teresa decía que tenía musarañas en la cabeza en vez de migrañas…
La velada superó la hora habitual de recogerse. Nadie quería renunciar a las risas, conversaciones atropelladas y aspavientos. Todos celebraban el maravilloso regalo que les había hecho Teresa.
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