Relato sobre la vida en una residencia de mayores: La Escuela

Un nuevo relato corto sobre la vida en una residencia de mayores.  Recordad que, si tenéis una vena literaria y queréis compartir vuestros textos, estaremos encantados de difundirlos.

La escuela

Doña Pilar es una mujer enjuta, de agradable conversación, serena y ágil que, a sus ochenta y siete años recién cumplidos, sigue teniendo el aspecto de lo que siempre fue, una maestra de escuela, como se decía antes.

Profesora de 99 añosSesenta años hace que empezó la tarea de educar y ayudar a crecer intelectualmente a niños y niñas en una época en la que nada era fácil, y mucho menos si no comulgabas con la ideología forzada del régimen. Si para algo le sirvió esa situación, fue para agudizar el ingenio que permitía la supervivencia y la transmisión de sus enseñanzas y de la trasmisión de sus enseñanzas, que iban mucho más allá del abecedario y las cuentas: se alargaban a la vida, al pensamiento, al mundo.

Doña Pilar, resuelta después de haber recibido el regalo maravilloso ofrecido por sus ya casi ancianos exalumnos de visitarla el día de su cumpleaños, se dirige al despacho de la directora de la residencia donde vive desde hace unos años para notificarle su decisión de abrir una escuela.

—¿Cómo dice, Pilar? —pregunta asombrada y medio incrédula su interlocutora.

—Pues eso, Sofía, que la visita del otro día me ha hecho sentir joven de nuevo, llena de vida y ganas para hacer lo que siempre he hecho, para volver a ser lo que siempre he sido: maestra. Y, sin falsa modestia, creo que no se me ha dado mal la cosa.

—Me consta, Pilar, me consta. Sus antiguos alumnos que vinieron el otro día no hacían otra cosa que hablar maravillas de usted, de lo que les ayudó, de lo divertidas y entrañables que eran sus clases,… Pero aquí, Pilar, ¿qué podemos hacer?

—Muy sencillo, hija —responde rápida la entusiasta anciana—. Las maestras, ¿para qué están? Para enseñar, ¿verdad? —La directora asiente—.Pues eso. Me consta, y a ti también, que aquí hay cinco o seis personas, casi todas mujeres que, lamentablemente, no saben apenas leer o escribir, y de las cuentas ya ni hablamos. Alguna que otra vez he intentado ayudar y enseñarles y me han dicho que si han podido salir adelante hasta ahora, que ya para qué, si no lo necesitan, y por más que he intentado hacerles ver que se están perdiendo muchas cosas (ellas siempre se ríen porque piensan que ya no les queda tanto tiempo para poder perderse muchas cosas), están tan convencidas de lo inútil del esfuerzo que es una tarea complicadísima.

—Pero usted misma ha abierto la costura y se está poniendo trabas para remendarla, Pilar —observa doña Sofía.

—¡Ni mucho menos, hija! Yo te estoy diciendo que es muy complicado, pero no imposible. Por eso he venido a pedir tu apoyo. Yo sé que estás conmigo en que es un proyecto hermoso que sacará a esas personas de la rutina de la dichosa telenovela después de comer y del ganchillo después del café, que no le quito su valor pero, que estamos de tapetitos de hilo y de hijas abandonadas por sus madres y con padres curas hasta donde no te digo.

—¡Ja, ja, ja! —ríe la directora—. ¡Qué cosas tiene usted, doña Pilar! Pero tenemos los talleres de pintura, bailes de salón…

—Y de canto, y de yoga —interrumpe ,a vieja maestra—. Y todos estupendos y necesarios, Sofía. No lo discuto. Pero creo que intentar esto para que ellas puedan sentir lo maravilloso que es no tener que depender de nadie para saber el nombre de la actriz venezolana de su telenovela favorita escrito en pantalla, es importante. Simplemente eso, porque sé que hasta que no lo vivan, no van a reconocer lo importante que es. Fíjate con qué poco me conformo. Y, además, que no solo se trata de eso, de enseñarles a leer y escribir. Tú sabes que yo no soy solo de letras y números. Me interesa mucho más que en la escuela nos enseñemos unos a los otros lo que el mejor libro nos ha podido enseñar, que es el de la vida, y de ese, todos tenemos unas cuantas páginas. Lo único que quiero es que antes de que lleguemos al epílogo de ese libro, podamos compartirlo. Yo solo sería una guía, una especie de moderadora. Como ya hacía antes con mis niños, ¿quién no tiene una película favorita que nos dio pistas para enfrentarnos a una determinada situación real en nuestra vida? ¿Quién no ha hecho un viaje, aunque sea al pueblo de al lado, que nos entusiasmó por el motivo que fuera? En definitiva, de eso trata. Primero de enganchar a la gente, que es reacia por pura inercia lógica de tantos años igual y, después, a través de ese entusiasmo al compartir experiencias (todos somos un poquito abueletes de batallitas) inculcar las ganas de aprender, de seguir creciendo a los setenta años, a los ochenta e incluso a los noventa, ¿por qué no?

Sofía queda pensativa pero no hay dudas en ella. Apoyará a doña Pilar en este proyecto.

Tras un par de semanas de preparativos, en las que colaboraron todos los que pudieron y quisieron, en un intento de involucrar a la mayor cantidad de residentes, acomodan una sala junto al gimnasio.

El comienzo de las clases es hoy a las diez y media, después del desayuno, aseos personales y medicaciones varias. Doña Pilar es la primera en llegar. Son las once menos cuarto y sigue sola. Cabizbaja y apesadumbrada, se dispone a salir, cuando en la puerta se encuentra a la señora Isabel, de setenta y nueve años.

—Me daba vergüenza entrar, Pilar.

Doña Pilar le sonríe, la coge por el hombro y con mucha suavidad la lleva al asiento que está en el centro de la sala.

—Hoy vas a ser tú la maestra, Isabel. Seguro que tienes muchas cosas que enseñarme. ¿Te quieres creer que, a mis años, nunca he sabido hacer jabón casero?

La señora Isabel, algo tímida al principio, tras la declaración de su compañera queda asombrada.

—¿No? ¡Pero si es sencillísimo! ¡Y cómo quedaban los tapetes de la camilla y la ropa del campo, que era lo que más se ensuciaba!

Pilar sonríe satisfecha no solo al escuchar cómo Isabel explica con todo lujo de detalles la fórmula de ese maravilloso jabón, sino también al ver cómo, poco a poco, de forma casi furtiva, van entrando y acomodándose en la clase sus nuevos alumnos, más de diez, algunos de ellos con su libreta de caligrafía Rubio bajo el brazo.

 

La fotografía corresponde a una historia de Youtube sobre una profesora de 99 años en Estados Unidos

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