Anciana artista y sorda

En Inforesidencias hemos conocido a una persona extraordinaria, Mariana Verónica Gaianu, de origen rumano, reside en España desde el año 2002. Es auxiliar de enfermería y especialista en

Verónica Gaianu

Mariana V. Gaianu, autora del libro Sentimientos y Arrugas

Gerontología Social Aplicada.  Es una escritora autodidacta que ha publicado el libro «Sentimientos y Arrugas» (Editorial la Torratxa) en el que transcribe sus reflexiones como gerocultora, auxiliar de enfermería que lleva años trabajando en la atención directa a personas mayores e residencias geriátricas, como «Anciana artista y sorda».

Mariana nos ha autorizado a ir publicando fragmentos de su libro, cosa que vamos a ir haciendo durante las próximas semanas.

Quien tenga interés en adquirir el libro puede contactar directamente con la autora.

Aquí va la primera entrega, se llama

Anciana artista y sorda

—Mi sordera es para mí peor que la misma muerte… La muerte es horrorosa, pero también lo es la vida —dijo la artista.

Era una anciana distinta, puesto que se consideraba una persona extraordinariamente intuitiva. Para una mujer de su edad, tenía muy buen aspecto, había sido muy hermosa. He admirado siempre las bonitas manos de aquella mujer. Procede de una familia acomodada que la envió a los mejores colegios de aquellos tiempos, donde compartió aula con algunos grandes pensadores del país. Mi silencio la hizo sonreír, ofreciéndome una de esas sonrisas que te dan ánimo y, a la vez, te entristecen.

— ¿Qué pasa aquí? —preguntó Marchal al entrar en la habitación.

—Acabo de exponer una filosofía particular de la vida y la muerte y he dejado sin palabras a Mariana—dijo la artista.

El tema de la decadencia humana era su preferido… Los codos le pesaban en los brazos del sillón y presentaba un ligero temblor tanto en sus miembros superiores como inferiores. El menor gesto se convertía para ella en fatiga. Tenía la cabeza caída sobre el pecho. Pero, en sus labios, volvió a lucir una sonrisa suave y angelical. Yo nunca había conocido a nadie como ella. Esa anciana era una persona extraordinaria.

—Quiero que hoy mismo hagamos la gestión y pidamos hora al médico. Iremos a un centro auditivo, para el tema del audífono. Te acompañaré —le dije.

Tuve que repetirlo dos veces más y vocalizar muy despacio, para que al final me entendiese.

—¡Oh, qué bien! —dijo y sonrió complacida.

Yo estaba ansiosa de contarle todas las buenas noticias, porque cuando la visitaba algún miembro de su familia el único equipaje que le aportaba era el de maletas cargadas de desgracias y tristezas. Demasiadas cosas para dejarla a ella impávida, pues tenía sus sentimientos, su corazón y, todavía, por suerte, su ensoñación. Por eso, para mí era una verdadera artista.

Era grato e inefable estar cerca de ella y, para ella, era como liberarse de sus soledades y silencios.

Siempre me miraba con firmeza. Era así, sincera, verdadera. Llevaba gafas oscuras porque la luz deslumbrante le había dañado la vista. Sufría irritaciones y dolores bastante molestos. Los ojos le escocían con frecuencia y la conjuntivitis los hacía lagrimear tanto, que le era imposible alcanzar un placentero sueño.

En realidad, tenemos mucho en común, aunque ella no lo crea. Las dos somos personas tranquilas y cuesta mucho hacernos enfadar. Al día siguiente, la enfermera

nos confirmó que el médico había encontrado un hueco en su apretada agenda. Estaba esperanzada de cambiar el audífono por uno especial, para que ella estuviera más tranquila. Me sentía impaciente por abrazarla y hablarle de todo con más facilidad, sin la necesidad de repetir palabras hasta tres o cuatro veces.

A la abuela artista le gusté enseguida, desde el primer momento en que la conocí. Fue como si cada una de nosotras encontrara algo tierno y encantador en la otra. Se había tomado una especie de maternal interés hacia mí. Cuando conversaba conmigo, daba igual que estuviera presente la enfermera o la fisioterapeuta. La anciana sólo se dirigía a mí. Nos unían también los largos y plácidos paseos por las montañas. Esas montañas

majestuosas, vestidas con todos los matices concebibles de verde, se habían convertido en viejas amigas de la artista. El recuerdo de su infancia se incrementaba cada vez que contemplaba el horizonte. Hablaba con placidez, con una voz que la comprensión y la sabiduría volvían elocuente.

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