La directora de residencia de tercera edad. Un relato de Mariana Veronica Gaianu
- Publicado por Josep de Martí
- Posted on diciembre 4, 2015
- geriátricas, residencias
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Hoy difundimos un nuevo relato de Mariana Veronica Gaianu, gerocultora de residencias que ha escrito el libro de relatios Sentimientos y Arrugas y que, en éste, nos habla de Gloria, una directora de residencia de tercera edad.
Como siempre, invitamos a quienes lean la historia a participar, y a aquellos a quien les guste especialmetne, a contactar directamente con la autora comprar el libro.
La Directora
Gloria arqueó las cejas y dijo:
—Buenos días a todos.
Luego entró en el despacho de enfermería y, como de costumbre, leyó el parte del día anterior y de la noche.
Media hora más tarde, regresó a la sala de lectura y volvió a sentarse para realizar la habitual tertulia con los ancianos… Se levantó del mullido sillón y se acercó a la pequeña librería, ante la que quedó de pie. Extrajo un libro de la estantería y lo hojeó. Mientras se detenía en una página, dijo:
—Hace mucho tiempo que leí esta novela. Hoy mismo la volveré a releer, porque me trae muy buenos recuerdos.
Apartándose de la estantería, Gloria fue deteniendo su mirada en los cuadros que colgaban de las paredes de la sala de estar y del comedor. Descolgó uno pequeño con marco dorado y lo puso a la luz.
—Es muy bonito.
Tenía la certeza de que Gloria había examinado incontables veces aquel cuadro.
—Precioso —dije.
La sala de estar era muy espaciosa, gracias a una reciente reforma. Se abría a una terraza fastuosa, que a su vez daba a un espectacular jardín. A la izquierda destacaba un pino, cuyas largas ramas otorgaban una sosegada sombra. A la derecha, un tilo se alzaba majestuoso, entre gran diversidad de flores y plantas. El césped, cortado a la perfección, parecía una alfombra esmeralda bajo el resplandor de un atardecer de finales de agosto.
Gloria se entretuvo de forma minuciosa, analizando desde la terraza el paisaje que tenía delante. Todo le resultaba cautivador: te sentaras donde te sentaras, el jardín de la residencia tenía su encanto, con sus bellos macizos de flores y sus centenarios árboles.
Gloria pensaba con ternura en todos los mayores que ella y su equipo cuidaban. La clave era empatizar con todos. Los observaba con ternura. Disfrutaba saboreando la placentera sensación de poder ayudar a sus residentes. Desde donde se encontraba, en un apartado rincón de la terraza, le llamó la atención una anciana bella y señorial, de unos ochenta y cinco o noventa años de edad.
Tenía la piel de una blancura nacarada y los ojos de un azul limpio. Conservaba con cierta elegancia una rizada y cuidada cabellera plateada. Había algo en ella, que dejaba intuir la belleza y lozanía que debió tener en su juventud. Continuaba siendo elegante, por su forma de vestir, que complementaba con una pamela de color crudo.
Gloria decidió acercarse a ella. En breve surgió entre las dos una animada conversación. La señora Manolita, que así se llamaba la anciana, la escuchaba con una sonrisa. Sin embargo, le daba la impresión de que, más que prestarle atención, la estaba examinando.
—Cuando me siento aquí —dijo Manolita—, noto una dulce sensación, una plenitud no conocida… La
placidez de la tarde, el sol incendiando el rojo de los geranios… Es tan maravilloso ser joven —suspiró—. Pero la vejez nos hace redescubrir el regalo que es vivir en un cuerpo en el que aún habitan las huellas de la juventud. La vida se vive con una diferente intensidad, para mí, cada nuevo día es un nuevo regalo… Aquí se respira tanta paz… Esta residencia que diriges es realmente preciosa, tan distinta a otras que conozco…
—Tenemos dieciséis habitaciones —le comentó Gloria—, sin contar con la sala de fisioterapia, los despachos del médico y el destinado a la enfermería y la estancia de actividades diarias.
La directora tenía un corazón de oro. Sonreía siempre y se mostraba cordial sin ser condescendiente. En todo momento buscaba quitar hierro a las desgracias ajenas de los residentes con una buena dosis de humor.
Se preocupaba más por los demás que por sí misma, sobre todo por las personas menos afortunadas, tanto si era por escasez de dinero como por ausencia de amor.
Después de acompañar unos minutos a la señora Manolita, se dirigió hacia la cocina. Gloria vestía unos pantalones de pana marrón, una camisa de felpa y un pañuelo en torno al cuello. Bajo el brazo, tenía siempre su inseparable libreta donde anotaba todo aquello que podía mejorar, tanto en el cuidado como en la atención a los ancianos.
—¡Gloria! —exclamó la cocinera nada más verla—, no podía permitir que te fueras sin probar el pastel de manzanas que he hecho.
Gloria le sonrió y dijo:
—Por supuesto. Tú nunca cambiarás, Mercedes, eres muy buena cocinera…
—No me cuesta hacerlo. ¿Sabes? Los abuelos, con sus sonrisas, me lo agradecen y esto me hace sentir útil.
Tal vez, el lector amigo tenga una visión diferente del funcionamiento de una residencia de mayores, porque posiblemente no conocerá centros como el que dirigía Gloria, donde la armonía entre todo el equipo de profesionales hacía que el día a día fuera una experiencia inolvidable.
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