Confesiones. Un relato corto de Susana Sierra

La escritora Susana Sierra nos regala un relato corto con sabor gerontológico que estamos encantados de compartir con vosotros.

Confesiones

Jugando a  cartas y haciendo confesiones

Jugando a cartas y haciendo confesiones

«Nunca pensé que contaría esto a nadie más que no fuera al rostro que siempre se asoma, expectante, al otro lado del espejo.

»Nunca pensé que durante una partida de brisca entre amigas que apenas conozco, o quizás por eso mismo, pudiera encontrar el valor necesario para contarles lo que nunca me atreví a contarle a él mientras vivió y compartíamos casa, su casa, que nunca fue la mía.

»Sí, Dolores, no me mires así, a veces una puede vivir en una casa durante más de cincuenta años, toda una vida, y sentir que nunca ha sido suya. Saber que le pertenecen las paredes, los cuadros, los azulejos de la cocina, las puertas cerradas que tantos secretos guardaron, pero nunca el falso calor que había dentro. Y falso porque una misma lo hizo así, porque todos los habitantes de la casa, sobre todo Julio, mi marido, el mejor de los hombres que he conocido, él, el primero, procuró siempre todo lo que estuvo en su mano para hacer feliz a esta pobre mentirosa, que nunca sabrá si fue víctima o verdugo, no ya de su propia vida, sino de la de las personas que tanto la amaron.

»Yo, que me apellido Belmonte, ni tengo que ver con el ilustre torero, —nunca me gustaron los toros—, ni mucho menos con el valor que se les supone a estos señores que pasean en la plaza su ufana valentía. »Me casé muy joven, a los dieciocho años, bueno, me casaron. »No vengo de una mala familia, y perdón por el calificativo al equiparar el valor de la virtud al de los posibles económicos. Mi padre era militar de carrera, en aquellos tiempos fíjate tú, Isabel, si eso era peso. Y más si el general no hacía diferencia entre sus soldados y su familia, haciendo de su casa una prolongación del cuartel. »Ni yo ni ninguna de mis cinco hermanas, —nunca dejó de lamentarse por tener una esposa que solo sabía parir mujeres—, creo que sentimos por él otra cosa que no fuera temor. No nos faltó nada material, pero echábamos en falta unos padres más dedicados. Nos sobraba su ausencia.

Crecimos sin comprender qué era una posguerra, más allá de la actitud cuartelaría de mi padre con todos nosotros. Hambre, cartillas de racionamiento, nunca tuvimos. Escuela siempre y algún que otro año, vacaciones en Santander.

»Y fue en uno de esos contados veranos en el norte, tendría yo unos quince o dieciséis años, no recuerdo con exactitud, cuando bajé a la playa con Julia y Amparo, dos de mis hermanas, las mayores.

»Aunque ya el país se iba abriendo un poco en costumbres, —eran principios de los sesenta—, nosotras teníamos que bajar con vestido y el bañador debajo. Solo nos podíamos descubrir casi a la altura del agua, cuando ya las olas nos mojaban los pies.

»Pues como os decía, ese día que bajé a la playa encontré allí a una chica de más o menos mi edad, que jugaba en la arena con un niño de unos ocho o nueve años. Me fijé en los dos, mientras recorrían la arena de un lado a otro jugando con la raqueta, y sin saber ni cómo ni cuándo, mis ojos empezaron a quedarse fijos en la joven, todo empezó a desaparecer para quedar solo su sonrisa, sus ojos, su figura de niña que en poco iba a pasar a mujer. Como en una película, el juego se reproducía a cámara lenta: las carreras, las risas, el voleo de su pelo largo y moreno… Y empecé a sentir algo que nunca había sentido, algo que me trastocó por completo y que me hacía sentir muy bien, proporcionándome un agradable hormigueo en el estómago, y en la parte baja del vientre, mientras me constreñían un desasosiego y una pesadumbre que no entendía.

»No sabía por qué aquello que notaba estaba mal. Al mirar a esa chica, sentía algo muy raro: por un lado, solo quería acercarme a ella, mirarla a los ojos, decirle hola con un susurro y casi rozando mis labios con los suyos. Y esto me producía malestar a la vez que me provocaba una sensación maravillosa. »Mis pies avanzaron solos hacia ella, casi hipnotizada y, cuando estaba apenas a dos metros y mi brazo se levantó para intentar alcanzarla antes que el resto de mi cuerpo, mis hermanas me llamaron para bañarnos.

Desperté de esa nube de deseo, miré a mis hermanas, nerviosa y confusa. No dije nada, pero fui al agua y empecé a jugar poco a poco con ellas, pero con mi mente en otro lado, a donde no me atrevía a mirar. Cuando por fin lo hice, vi que ese sitio de la playa, donde antes jugaban el objeto de mi confuso deseo y el niño, estaba vacío.

»Nunca la volví a ver aunque regresé todos los días a buscarla. Pero desde ese momento se abrió en mí una lucha interna que ha durado toda mi vida.

»Pasó el tiempo y la vuelta a la normalidad de las clases, de la vida en Madrid y demás, hizo que aquel episodio se hiciera más difuso, aunque nunca desapareció del todo.

»No te escandalices, Eugenia, parece mentira. No creo que pase nada porque una vieja de setenta años confiese que le gustan las mujeres. Pues como decía antes de que Eugenia se persignara, ja ja ja, —perdona, mujer, es que has puesto una cara…—, todo iba bien hasta que conocí a Laura, una amiga de una de mis hermanas. Una chica preciosa, educada, dos años mayor que yo. Una tarde me la encontré en la habitación de mi hermana, sola, —mi hermana estaba preparando café para ponerse a estudiar con ella—, y pasó lo que tenía y no debía de pasar. Nos quedamos calladas, mirándonos. Al cabo de un rato ella simplemente dijo: «Yo también lo siento», y nos abalanzamos la una sobre la otra para hundirnos en un beso eterno lleno de fuego que quemaba los labios y las entrañas. Cuando oímos el estruendo de las tazas al caer y vimos a mi hermana en la puerta, comprendimos que todo había acabado para nosotras.

»A Laura nunca la volvimos a ver por casa. Y a mí, sin haber terminado los estudios, me buscaron a un chico que servía a mi padre en el cuartel y que siempre había estado por mí, como dice ahora la juventud.

Ramón era bueno, siempre estuvo a mi lado, me quiso, me dio dos hijos maravillosos a los que adoro. Lo quise muchísimo, pero nunca lo amé. Y en verdad que lo siento. »Dieron un tajo a mi libertad sin tiempo a reacción. Me lastima y a la vez me consuela que nunca supiera del dolor del que, involuntariamente, fue partícipe. También me pesa mi cobardía por dejarme arrastrar con los años por la inercia de lo que programaron para mí. Me aflige no haber escapado de lo que me impusieron. Y aunque él no haya sabido esto, —fue otra víctima, de los otros, pero sobre todo, mía—, con saberlo yo es más que suficiente para no sentirme honesta. Solo espero que él, esté donde esté, sepa perdonarme».

Y María Belmonte, en el silencio de su habitación, frente a un espejo de cuerpo entero, rodeada de tres sillas vacías frente a una mesa camilla y con una baraja de cartas en la mano, ve cómo se deslizan dos enormes lágrimas por su mejilla.

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