LA ULTIMA AVENTURA DE EUGENIA

Un nuevo relato de la escritora Susana Sierra trata esta vez de las vivencias de Eugenia, una residente imaginaria.

La última aventura de Eugenia

Desde hacía varios días un pensamiento rebotaba en su cabeza sin control. Era inútil intentar concentrarse en otra cosa. «Si puedo cerrar los ojos y no ver, ¿por qué no tengo la facultad de cerrar los oídos y no oír».

En las semanas que llevaba postrada en la cama sin poder moverse había tenido mucho tiempo, «un exceso de tiempo» para poder ensayar todas las técnicas que recordaba e inventarse alguna más que le permitieran abstraerse de lo que la rodeaba. Pero no podía evitar oír los ruidos del pasillo, las toses y ronquidos de su compañera de habitación, el agua al caer por la cisterna, las conversaciones de las visitas, los comentarios de médicos y enfermeras,… los ruidos de su propio cuerpo que ya no controlaba. Y eso era lo peor.

No se acordaba de nada de cómo ocurrió «el episodio», como lo llamaba el médico redicho que la visitaba y daba explicaciones a su marido y a sus hijos. Recordaba estar en casa cocinando y luego despertarse llena de tubos en unlugar desasosegante y sin poder moverse. Y las palabras… «ictus», «consciencia», «movilidad», «porcentaje de recuperación», «hay que esperar», «no tiene buen pronóstico».

Eugenia recuerda que se sintió aterrada. Pero el terror fue dando paso poco a poco a la resignación, que se convirtió en angustia cuando oyó la conversación de su marido y con una enfermera.

—Sí, hemos decidido llevarla a una residencia. Nosotros no podemos cuidarla. Tampoco sabemos si realmente ella siente algo, yo que sé…—Y ese hombre, hosco, de gestos austeros, desabrido, con el que había vivido cuarenta años, se rompió y empezó a llorar.

«¡Qué sí me entero, idiota!», gritaba Eugenia en su mente con todas sus fuerzas. Dos días después, unos enfermeros eficaces y serios la cogieron como un bulto, metieron sus cosas (un peine, crema hidratante para las piernas, colonia para bebés) en una bolsa de plástico y la trasladaron en una ambulancia a la residencia donde estaba ahora.

La sucesión de rutinas y días lleva a la resignación. «Con lo que he sido y ahora esto. A todo se acostumbra una».

Superó el pudor y la vergüenza que le causaba que la lavaran, la movieran, la pasearan en silla, le quitaran y pusieran esos camisones feos como sacos para legumbres, le cambiaran los pañales.

Superó las tardes soporíferas con su marido, que la saludaba, la rozaba con una tímida caricia en la mano y luego se quedaba mudo e incómodo hasta que se cumplía la hora reglamentaria, paseando la mirada por todas partes: las paredes, los cuadros que pretendían ser relajantes, las cortinas, las otras sillas de ruedas con otras personas que parecían ausentes. Por todas partes, menos por la cara de ella.

Al principio ella se enfadaba. «Si me mirara, pestañearía y como en las películas, un pestañeo sí, dos no, tres… ya se me ocurriría algo. Será idiota». Luego solo quería que el tiempo pasara rápido y él se fuera. Cuando empezó a faltar alguna tarde, volvió a desear con fuerza que la mirara, esta vez para decirle que agradecía que no fuera, que no se esforzara, que no le necesitaba.

Las visitas de los sábados eran para los hijos y nietos. En riguroso turno de un sábado su hijo y su mujer con la nieta adolescente con cara de me da igual todo y al siguiente su hija con los mellizos alborotadores. Una pesadilla. Siempre nerviosos, los adultos muy habladores, llenando de palabras muy rápidas e insustanciales todo el tiempo disponible, contando tonterías cotidianas que le importaban nada, sin dar una oportunidad a mirarla de verdad, a preguntar y esperar su respuesta. Y marcharse siempre con fingida prisa, hablando alto y con una alegría que no se creía nadie.

—Bueno, mamá, nos vamos ya, que se ha hecho tardísimo. Un beso. Estás estupenda. Se ve que te cuidan muy bien. Nos vemos en quince días. Dad un beso a la abuela. Y los niños, conteniendo los bostezos, le acercaban la cara y ella les miraba, cada vez con menos emoción. Luego se paraba el grupito familiar con la cuidadora de turno y comentaban sus impresiones: que si está igual, que si el «episodio» dichoso, que si duerme por las noches.

«Serán memos. Me hablan a voces y ahora creen que no me entero. El ser humano debería tener unos cierres en las orejas para dejar de oír tonterías». La tarde en que su aburrida nieta se quedó dormida con su cara pegada a la mano de ella todo cambió. La muchacha estaba sentada en silla bajita y el sueño la venció mientras sus padres hablaban sin parar de algo sin interés. Ella miró a su nieta, que soltaba un ronquidito confiada y llena de placer. El tiempo pasó esta vez deprisa. Con la cara enrojecida, la chica despertó despacio, se encontró con los ojos de su abuela y las dos entendieron. Con dulzura, acarició la mano que le había servido de almohada.

La abuela parpadeó una vez. El tiempo se paró para ellas hasta que su el hijo de Eugenia exclamó con agitación mentirosa:

—Bueno, mamá, ¡qué tarde se ha hecho!, si es que el tiempo vuela, nos vamos ya. Estás estupenda. Venga despídete de la abuela. La chica sonrió y se acercó al oído de Eugenia:

—No estás estupenda, estás hecha un asco. No me extraña que no abras la boca. Yo tampoco lo haría. Si te parece, mañana vengo con mi amiga Laura, dice que quiere ser peluquera, se trae las tijeras y te arregla las greñas, mírame a mí, me ha dejado genial. Y te traigo alguna de las blusas de mamá y te quitas esa ropa medio moñas que te ponen aquí. ¿De acuerdo? No te vas a librar de mí. Pienso venir cada semana a vigilarte y a darte caña.

La alegría invadió a Eugenia. Parpadeó una vez para decir sí y los ojos sonreían traviesos y emocionados. Divertida se fijó en los pelos trasquilados de su nieta. La tal Laura la iba a dejar como un retrato cubista y eso era lo mejor que le había pasado desde el «incidente». Abuela y nieta se miraron cómplices y se sonrieron, cada una a su manera. Las dos entendieron que esa tarde se había creado un vínculo indestructible.

Eugenia sintió como si se le abriera una ventana en el alma y, de nuevo, la vida le regalara otra oportunidad. Mientras se alejaba, la muchacha se dio la vuelta para dar una última consigna a su abuela levantó el pulgar, le guiñó el ojo y dijo la frase que siempre repetía Eugenia: —Se acabó la tontería, esto ahora lo organizo yo.

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