Mi primera experiencia en geriatría

Hoy compartimos una bonita historia de la primera experiencia laboral y en el sector de la geriatría de Miriam Hidalgo. Una enfermera que hace 8 años, tuvo su primera oportunidad de entrar en el mundo laboral en una residencia de ancianos. Este articulo fue publicado hace unas semanas por la revista «Metas de enfermería«. Les agradecemos que nos hayan permitido difundirlo.

Recién acabada mi carrera de Diplomada en Enfermería y orgullosa de conseguirlo me dispuse a echar Currículum por la zona. Fui a una Residencia Geriátrica, que tenía un puesto de enfermera. Quería trabajar, era mi ilusión, pero no tenía experiencia.

Dejé mi Currículum y para mi sorpresa tras dos días, recibí una llamada: Buenos días, te llamo de la Residencia SR, es por un Currículum de Enfermera, ¿Podría venir a hacer una entrevista? Contesté rápidamente: “ Sí, claro”. ¡Increíble, me habían llamado para mi primera entrevista!

Tras hablar un rato con la directora me dijo: “Empiezas esta misma semana”. ¿Qué…?, ¿cómo…?

“Tranquila, te ayudaremos, porque estarás sola. Tu compañera se va de vacaciones”. ¡Vaya marrón!, pensé, ¿y si tengo dudas?… Para mi sorpresa, la directora era también enfermera, no sabía si eso era bueno o malo, ¿si tenía alguna duda tendría que preguntárselo a la “jefa”? y qué pensaría de mí.Miriam Hidalgo

Desde el primer día tuve una gran ayuda por su parte, a la cual he de reconocer como gran profesional enfermera.

Mi primer día fue agotador. ¿Cómo dar medicación a 60 personas mayores sin conocerlas? Elaboré un croquis con sus sitios en los comedores, señalando características de cada uno: Florencia, silla de ruedas, viste de negro; Julián chasca dientes, etc.

Poco a poco fui aprendiendo sus nombres y parte de su historial médico. Pasaba la tarde cargando pastillas de distintas formas y colores en aquella bandeja interminable de pastillero, se me juntaba con la consulta médica, modificar hojas de medicación, atender sus demandas, etc.

Por suerte fui cogiendo la rutina, tenía tiempo de hablar y conocer a esas personas a las que apenas podía dirigirme al principio. Me encantaba escucharlos.

Recuerdo cuando me acerque a una señora, vestida de negro, muy seria, Vicenta se llamaba. Ni siquiera me miró. No sabía el porqué de esas formas, si yo no había hecho nada. Me senté su lado, y yo misma me pregunté: “Y ahora, ¿qué hago?”. Simplemente puse mi mano encima de la suya, la señora me la cubrió y se echó a llorar. “Hija, estoy muy sola”, me dijo. Un día decidió contarme su historia. En ese momento sentí que eso también era mi trabajo.

Pasaron los días y me fui ubicando, fui aprendiendo de esas personas a un ritmo inesperado y enseguida pude ir conjugando todo lo que estudiado con su realidad.

¡Ay Julita! La novia de Zapatero, del que se pasaba el día hablando y dando besos a las fotos del móvil. Era gruñona como ella sola, pero que al final se rendía siempre si la hablabas de chicos. Cándido, todo un Don Juan, perdió hace años a su amada esposa y desde entonces no se rendía a volver a encontrar el amor. Se enamoró de una compañera, cayó frustrado por no ser correspondido. Agustín, residente válido también viudo que entraba y salía del centro. Todos los domingos que me tocaba trabajar cuando iba a salir me decía “¿traigo churros?” Telesforo, un adorable gruñón, era puro cariño, enganchado todo el día a su concentrador de oxígeno, estaba allí con su mujer, Fausta, encantadora y con sus “asfixios” como decía Telesforo. Fátima, su nieta, día tras día allí estaba con ellos, con gran vocación. Empezó a estudiar auxiliar de enfermería, aún recuerdo las tardes en el salón del centro, explicándole los tipos de diabetes, las funciones del sistema circulatorio… Se tituló como auxiliar y fue contratada.

 Podría seguir recordando a Matilde, Sagrario, Ángel, personas que en su mayoría se sentían abandonados a su suerte, pero que jamás perdieron su sonrisa y su capacidad de querer. En los tres años que formé parte del centro, recibí más abrazos y besos que en toda mi vida. Tanto es así que cuando me fui, la mayor pérdida fue esas muestras diarias de afecto, hasta creo que tuve un particular síndrome de abstinencia.

 Aprendí que, no sólo curar y administrar medicación eran parte de mi rutina. Aprendí a escuchar, aprendí que una caricia, un beso, un abrazo calma más que un Paracetamol y más efectiva que una Paroxetina.

Seguro que en el camino cometí muchos errores, pero mi sentir vocacional y mi formación marcaron el camino para encontrar las respuestas y soluciones al trabajo diario y poder hacer más agradable la vida de esas personas que tanto me proporcionaban. Aunque el primer día de nada me valieron todos los libros aprendidos, poco a poco fui encontrándolos sentido.

Allí aprendí mis principios, aprendí a ser persona y sobre todo aprendí algo fundamental: SER PROFESIONAL.

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