De la residencia al programa de citas

El concurso Aurelia entraba siempre la última en el comedor a la hora de cenar. Aunque ya lo sabían las chicas encargadas de servir el primer plato, siempre les fastidiaba tener que acercarse de nuevo a la mesa de Aurelia tras haber servido las otras. En rutina que iba desde la primera mesa del lado derecho a la salida de la cocina y luego en sentido de las agujas del reloj hasta completar el comedor, Aurelia era el minuto suelto en una cuestión mecánica, pues si se le ponía el primer plato cuando tocaba, con seguridad lo encontraría frío cuando se sentaba.

Las caras severas de cada día solo provocaban en Aurelia una sonrisilla; ni siquiera hacían que se acelerara lo más mínimo su paso hasta su asiento. Cuando se sentaba en la mesa, sus tres compañeras ya esperaban que les retiraran sus platos y se la quedaban mirando. Sabía que causaba expectación en ellas, por lo que prolongaba el placer que esto le producía lo máximo posible.

La conversación era siempre parecida.

—¿Hoy han ligado? —decía Amalia con la boca llena de pan.

—¿Y por qué no te quedas a verlo si tanto te interesa? Todos los días igual —contestaba Aurelia.

—Porque no me gusta ser la última a la que dan de comer. —Amalia siempre explicaba las cosas con grandes gestos.

—Vamos, por tragona —concluía Aurelia.

—Venga, no seas así —terciaba Juana—. Qué, alguno de los nuestros.

Y entonces Aurelia les contaba qué parejas del concurso parecía que congeniaban, cuáles se las veía que no iban a llegar a ningún lado, que si había un señor que no estaba mal, pero que en cuanto empezaba a hablar lo estropeaba, que una señora había triunfado y eso que parecía que llevaba peluca.

Aurelia había pedido a sus hijos una televisión para ella. Le gustaban ciertos programas que en el salón común no se ponían. Sobre todo le hacían muchísima gracia los programas de buscar pareja, se partía de risa ante la torpeza o el desparpajo y se admiraba de la cantidad de gente que se prestaba a exponerse ante la audiencia de esa manera. «O están muy desesperados o pagan bien por ir, por que no lo entiendo» se decía.

En la residencia para mayores en la que vivía desde hacía dos años Aurelia estaba a gusto. Había conseguido un pequeño círculo de amistades con las que compartía recuerdos y confidencias. Sus tres compañeras de mesa de comedor eran las más cercanas. Cuando se sentaban a charlar, cómplices, se sentían como en una pandilla en la que cualquier sueño se podía cumplir. A pesar de estar todas en los 70 sentían que su tiempo no había acabado, que todavía quedaban oportunidades para la amistad y la alegría y, en secreto, Aurelia también pensaba que para el amor. Por
eso le encantaba el programa de citas de animosos jubilados que con la falta de pudor de quien ya viene de vuelta de todo, probaban fortuna.

Aunque sus amigas eran lo mejor de la residencia, Aurelia era feliz en su habitación, con sus fotos, libros y pudiendo ver en su televisor lo que le parecía y comentarlo en voz alta con ella misma. Las auxiliares pasaban por el pasillo y se reían ante sus comentarios.

—Ese tío más feo que pegar a un padre y encima con exigencias, pues si fuera yo nia recoger billetes que le acompañaba. Mira ella, que se ha hecho la manicura y todo. ¡No se te ocurra, so boba! ¡Ese tío solo quiere que le laves los calzoncillos!

Sin darse cuenta levantaba la voz y se alborotaba toda. Por eso todos en la residencia conocían su afición y perdonaban que llegara tarde a la cena.

Concha, de las cuatro comadres la más lanzada, tuvo una ocurrencia. ¿Qué pasaría si apuntaban a Aurelia al programa de citas para jubilados? No había nada que perder y seguro que si la cogían sería un acontecimiento y se lo pasarían bomba a su costa. Se lo comentó a Juana y a Amalia, esta última recelaba de que la cogieran, vivir en una residencia seguro que condicionaba.

Las dos primeras semanas tras enviar la carta al programa las tres compinchadas no hacían más que soltar risitas, cuchichear y lanzarse miradas de complicidad, ante primero el mosqueo y luego el abierto enfado de Aurelia que no entendía lo que pasaba. Pero con el paso del tiempo se olvidaron del asunto, pues estaba claro que no iban a tener en cuenta a su amiga, a pesar de que habían puesto una foto de ella de hacía diez años que le habían escamoteado de un álbum familiar.

A los tres meses, Aurelia recibió una llamada. Era una invitación a participar en el programa. No se lo podía creer. Cuando se lo dijo a sus amigas y estas empezaron a reír entendió su comportamiento extraño de semanas anteriores. Decidió ir. La directora de la residencia le deseó suerte y le dio dos besos, las chicas del comedor la abrazaron, el chico de la fisio le dio consejos para que se relajara, en la peluquería la dejaron estupenda. Su popularidad subió como la espuma cuando un coche de la productora la recogió en la entrada principal.

ancianos cenando

Toda la residencia se reunió en el salón de la televisión para ver a Aurelia, no faltaba ni un auxiliar. Al enfocarla por primera vez, todos empezaron a aplaudir y a gritar.

—¡Qué guapa!

—¡Pues la tele hace gorda! —A ver a quien le ponen de novio, ja, ja, ja…

Le presentaron a un hombre de unos 75 años, hablador, trajeado, nervioso como ella. Eran tres mujeres y tres hombres, tres posibles parejas. Aurelia y su presunto pretendiente intercambiaron cuatro frases hechas, el presentador hizo unas gracias, forzó que se prometieran que llamarían por teléfono y sin más acabó la aventura televisiva de Aurelia.

De vuelta a la residencia, se sentía flotando. Todo había sido como una aventura que hubiera vivido otra persona. Cuando entró al enorme recibidor la recibió un griterío de felicitaciones y abrazos. Con el papel con el teléfono apuntado del hombre en el bolso se sintió como una estrella. «No sé si le llamaré o me llamará. Me da igual. ¡Qué gran día!»

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