Esos fallos de memoria escondían algo más

El día que su hijo mayor le dijo a Eusebio: «Papá, creo que esos fallos de memoria deberías mirártelos», se sintió aterrado.

Eusebio hacía meses que notaba que algunas cosas se le escapaban, como el nombre de la calle donde vivía su nieta, dónde había guardado una determinada camiseta o se confundía con la hora. Procuraba no pensar en esos pequeños lapsus, que así les llamaba, y seguía como si nada. Cuando le ocurría delante de alguien disimulaba y lo achacaba a circunstancias como que el reloj no funcionaba bien, a las prisas o a cualquier cosa que improvisaba en el momento. Jamás pensó que los demás lo notarían, y cuando su hijo le dijo la frase sin la menor diplomacia se le cayó el mundo encima.

Había sido un eminente profesor universitario de filosofía y desde que se jubilara de con honores y fiesta de por medio, hacía solo dos años, no dejaba de leer, investigar y cultivar la curiosidad intelectual que le había granjeado el aprecio de colegas y alumnos. Viudo desde hacía más de veinte años, todavía se sentía incluso atractivo y quedaba de vez en cuando con antiguas amigas con las que compartía su afición al cine y a los museos.

Estaba desolado, a él no le podía pasar, no entraba en las probabilidades ni en sus planes entrar en la lista de personas con enfermedades que implican deterioro mental.

Solo, sin decírselo a nadie, con el ferviente deseo de que el neurólogo confirmara que no había motivo de preocupación, acudió a la consulta a hacerse las pruebas.

Los resultados confirmaron el inicio de una enfermedad neurodegenerativa, posiblemente alzhéimer, la palabra prohibida, y no fue un consuelo que le dijeran que estaba en las primeras fases, que se podían hacer ejercicios para contener su avance y que había esperanzas en la investigación.

Hasta pasadas dos semanas no se decidió a reunir a sus hijos y nietos para darles la noticia. Eran tan distintos.

El mayor, tan seco como sosa era su mujer, padres de su primer nieto, un tarambana que ya llevaba tres primeros cursos de tres carreras distintas; el segundo, tan listo como despreocupado, divorciado y con dos hijas ya independizadas, el abuelo sospechaba que se habían ido tan pronto de casa para no aguantar a su divertido pero poco de fiar progenitor; luego estaba Laura, su hija querida, la mimada, la que combinaba dulzura con un carácter reservado y que aprovechaba su posición privilegiada para vivir un poco del cuento y el resto de lo que le salía gracias a los contactos de su padre.

Eusebio se había esmerado con la comida. Quería que no pensaran que estaba tan mal como la temida palabra sugería. Con recetas al gusto de todos y una mesa primorosa, esperaba la comprensión, benevolencia y sobre todo que dijeran entre abrazos, besos, sonrisas y alguna lágrima emocionada: «Pero si estás estupendo», «tranquilo, que esto va para largo», «no tienes que decidir nada y según se presenten las cosas ya veremos», «todos estaremos a tu lado, que somos muchos y nos organizamos», «te quedas en tu casa y te ayudamos en lo que sea», «tenemos mucho que hacer juntos y disfrutar».

Con ese ánimo, cada vez más convencido de que oiría esas palabras, sirvió los aperitivos, el cordero asado y los pasteles del obrador favorito de Laura. Con los cafés, todos recostados en los mullidos sofás, soltó la noticia.

—Me he hecho unas pruebas, aunque está en fases iniciales, parece que tengo un principio de alzhéimer… bueno, creen que alzhéimer, pero muy, muy al inicio, vamos, que puedo hacer vida normal durante mucho tiempo y…

Eusebio de calló pues las interrupciones que esperaba no se producían, solo había ojos desorbitados con asombro y miedo y bocas abiertas que no se sabía si esperaban otro sorbo de café o se habían quedado paralizadas. Al ver que nadie es movía, se levantó y recogió la cafetera y las tazas que estaban vacías.

—Venga, recojo esto y voy a fregar los platos. —Nadie hizo en menor gesto—. Si alguno me ayuda acabo antes. —Siguieron todos paralizados—. Bueno, pues eso —concluyó desolado.

comida familiar

Se metió en la cocina y recordó lo que hacía su mujer cuando quería escuchar las conversaciones del salón mientras ella trajinaba con los platos, nunca lo había hecho por su cuenta, pero ahora debía saber qué pensaban sus hijos y nietos. Salió al tendedero y se colocó en el lateral que daba a la galería del salón, la conversación se escuchaba nítida. La primera frase fue de Laura y se clavó como una puñalada:

—Pues yo no pienso perder ni un minuto en cambiar un pañal ni aguantar a un viejo chocho.

 

—No hables así del abuelo, ni que se estuviera meando por las esquinas, yo no le he notado nada —dijo la nieta más joven.

—A mí a tu padre no me lo endilgas, que con un hijo del que no hacemos carrera ya tengo bastante, no cuidé de mi madre, voy a cuidar de mi suegro. —La siesa de la nuera había sacado un carácter inusitado.

—¡Mamá! Ya te vale —contestó el aludido.

—Callad los dos —cortó imperativo el hijo mayor —al abuelo se le mete en una residencia, yo no veo el problema.

—Pues a mí no me importaría cuidar de él y…—dijo con timidez la nieta mayor a la que su padre, el tarambana, cortó:

—Serás tonta, pero qué sabrás tú de la vida.

La conversación siguió con tonos cada vez más duros, acusaciones y reproches. Se dijeron auténticas barbaridades en las que se pasaban la pelota de la supuesta carga que supondría cuidar a Eusebio. Nadie dijo nada que ayudara, nada sobre la vida futura, sobre el amor. No hubo comprensión ni afecto, ni siquiera pena o lástima pegajosa e hipócrita.

Eusebio sentía un frío angustioso que le traspasaba y le impedía respirar. De repente su porte elegante, su mirada inteligente, su sonrisa, su excelencia en el trabajo, su incondicional amor y apoyo a sus hijos, todo lo que era, no significaban nada.

Salió de la cocina y reflexionó más de una hora en su habitación. Siempre fue valiente y decidido. Sus decisiones eran firmes, motivadas, nunca cambiaba de parecer si consideraba que la fuerza de la ética estaba de su parte. Cuando salió se asomó al salón y quien no estaba durmiendo la siesta estaba jugando o chateando con el teléfono. Cogió en abrigo y se marchó. Eran las siete de la tarde cuando los del salón se percataron de que Eusebio no estaba. Alarmados entraron en su habitación, que estaba intacta. En la cocina, encima de la pila de platos y de los restos del asado encontraron una nota.

«Querida familia: En plenitud de mis facultades declaro que no deseo que estéis a mi lado en el proceso que me espera. La dignidad está en las personas y en cómo son tratadas, y no espero eso de vosotros. Volveré a mi casa sobre las 9. Quiero ver la cocina recogida y el salón en orden. A vosotros no quiero veros. Si seguís en casa, me iré a un hotel y no regresaré hasta que os hayáis ido. En su momento os comunicaré la dirección de la residencia a la que iré. Allí encontraré el respeto y cuidado que no estáis dispuestos a darme. Mientras tanto, que os vaya bien.

Os quiere, Papá»

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