El fresno de la residencia con jardín
- Publicado por Josep de Martí
- Posted on agosto 5, 2019
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El rincón bajo el fresno era el rincón favorito de Teresa en la residencia con jardín en la que vivía desde hacía ya casi cinco años.
Se trataba de un árbol singular, extraño en la zona de meseta alta en la que se situaba la ciudad de tamaño mediano en la que había vivido Teresa toda su vida. Primero en casa de sus padres, luego en su casa con su marido y, por último, al quedarse sola, pues no había tenido hijos y los sobrinos vivían lejos, en la coqueta residencia de la tercera edad delas afueras.
Cuando decidió que no quería estar sola, tras la muerte de su compañero de siempre, visitó las cuatro residencias que había en la ciudad. Una era muy grande, otra le parecía como un si fuera un hospicio, otra la recordó un hospital. Cuando llegó a la última, algo desilusionada, la sorprendió las cristaleras al exterior y la sala con decoración serena. Era una residencia con jardín, pero lo que la decidió fue la visión del fresno en el fondo de un jardín de dimensiones considerables, cuidado y fresco. Fue un amor a primera vista.
Pidió que, si era posible, su habitación diera al jardín de detrás. Todas las mañanas, lo primero que hacía tras levantarse era ir a la ventana y saludar al fresno que, como un amigo constante permanecía en su sitio.Para ella era la prueba de que todo seguía en su sitio y de que ella estaba viva y donde debía estar.
Debía ser un árbol viejo, pues los fresnos son de crecimiento lento y tenía un porte extraordinario, inmenso.Con toda seguridad, alguien lo trasplantó de la montaña donde naciera, pues no los fresnos no se dan de manera natural a esa altura.Le confirmaron que estaba allí cuando construyeron la moderna residencia y no quisieron cortarlo, era demasiado hermoso. Del grueso y rugoso tronco salían unas ramas fuertes pero no en exceso gruesas que conformaban una copa redonda y amplia, hueca en la parte central.
Teresa se sentaba en el banco que estaba apoyado al tronco y levantaba la vista. En primavera observaba el estallido de hojas nuevas. En verano, la luz apenas filtrada la reconfortaba; con la brisa, ramas y hojas se balanceaban en un movimiento marino con un sonido envolvente. Otoño era una constante lluvia de hojas amarillas se posaban de manera amorosa y dulce en su falda, el libro que leía o la labor que cosía. En invierno,Teresa se abrigaba y se sentaba a esperar; acariciaba el tronco como quien sabe que el amigo no está ausente, solo dormido, a la espera del encuentro.
La vida en la residencia para Teresa era el tiempo que estaba en su rincón del fresno. La mañana era un rato de soledad intensa y deseada, en el que podía comunicarse con el árbol y constatar las novedades del día: esta rama se está secando, el polluelos del nido de verderones parece que van a echarse a volar hoy mismo, la hilera de hormigas que sube y baja…¿qué esperarán encontrar? Todos en la residencia sabían que era su momento y lo respetaban.
Pero Teresa no era una solitaria. En el desayuno, en la comida, en los momentos de ciertas actividades conjuntas… Teresa había ido congeniando con compañeros y cuidadores.Las tardes bajo el fresno eran momentos de tertulia. Al principio, alguna de sus nuevas amigas se sentaba con ella en el banco un rato. En poco tiempo, aparecieron algunas sillas y una mesa redonda. Se creó un pequeño salón de tertulias bajo la copa del árbol acogedor. Cuatro o cinco mujeres, de vez en cuando algún hombre, muchas veces una de las cuidadoras, que contagiados por la calma del lugar y la serenidad de Teresa, charlaban de manera queda, sonreían, reían, compartían vida, lecturas y alguna partida de cartas o damas.
El horario de la cena marcaba el final diario del encuentro. Solo la lluvia, la nieve o el viento intenso les impedía reunirse. Incluso en los días más cortos la oscuridad no les importaba, de hecho, se hicieron con una lámpara portátil para seguir con sus charlas y partidas sin problemas.
Cuando el tiempo impedía a Teresa su visita vespertina, sus amigas y las empleadas se acercaban cariñosas a acompañarla. Ella, muy atenta, sonreía y con tacto conseguía quedarse sola. Cuando no estaba bajo el árbol sentía que era una más en aquella bonita residencia con jardín. Si no salía a su banco, se sentaría a ver la televisión, se acercaría a algún taller terapéutico, vería cómo los demás recibían visitas. Igual que todos, igual que nadie.
Los dos primeros años caminaba ligera a su rincón del jardín. El tercero y cuarto ya debía apoyarse en un bastón. Las crecientes molestias al andar, provocadas por sus más 80 años, como decía ella, le habían obligado a usar un andador desde hacía un mes.
No tenía previsto caerse y mucho menos que se le rompiera la cadera derecha. Los diez días en el hospital se le hicieron eternos. Nada más llegar a la residencia, aún con el alta en la mano, pidió que por favor la llevaran en la silla de ruedas a su rincón bajo el fresno. Se había perdido diez preciosos días de novedades, el mes de junio es en el que anidan los pájaros, en el que de forma más dulce de mecen las hojas con la brisa, en el que los insectos vuelan sin excesos ni imposiciones.
Bajo el árbol, feliz, cerró los ojos.No le importaba dejar este mundo. Había tenido una vida larga y plena. La comunión con la naturaleza la llenó de paz y agradecimiento. Un viento suave le revolvió el pelo blanco y liso. Sintió una leve caricia en la cara, un beso vegetal fresco. Abrió los ojos, los rayos del sol de junio la envolvieron y calentaron sus cuerpo todavía entumecido por los días pasados en el hospital.
Teresa abrió los brazos. La mano derecha rozó el tronco. Desde la cristalera del salón de la residencia, sus compañeras de tardes bajo el árbol sanador, sonrieron.
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